PARA QUE NO SALGAN, NO LOS METAMOS TANTO
PARA QUE NO SALGAN, NO LOS METAMOS TANTO
Rosario Fernández Vindas, Abogada
El abuso de la prisión preventiva y de la pena de prisión, ha generado el hacinamiento en las cárceles, y la reacción de algunas de las autoridades para paliar esa indignidad, entre ellas la señora Ministra de Justicia, quien ha aplicado en varios casos el régimen semi-institucional, acorde con la normativa de los Derechos Humanos, y las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos, que prohíben el hacinamiento en las prisiones, y la afectación de la dignidad, la seguridad y el bienestar, de quienes están privados de libertad bajo el cuidado de las autoridades estatales.
Esa decisión, unida al hecho de que a ciertos ex-reclusos se les ha atribuido la comisión de otro delito (lo que puede ocurrir, aún cuando se cumpla la pena en prisión) ha alarmado a unos y enojado a otros, que reclaman el ´´sagrado derecho de protección que tenemos las demás personas´´, no los reclusos hacinados. (Pastor Mata Sanabria ´´Inseguridad ciudadana por liberación de reos´´ La Nación 7/6/16). Enojo comprensible, pues cuando entramos al campo del delito y del delincuente, el manejo casi siempre es emocional. En vez de paliar sus causas, con una organización más equitativa, escondemos a las víctimas de esa inequidad, encerrándolas cada vez por más tiempo, aunque ello no implique disminución alguna de los hechos delictivos. Esta actitud de avestruz, ha aumentado el encierro como respuesta al delito, produciendo la sobrepoblación insoportable de las cárceles.
A partir de 1994, con el aumento de la pena máxima de prisión, de 25 años a 50 años, nuestro país vive un constante proceso de penalización, se crean periódicamente nuevos delitos y se aumentan las penas de prisión, pues hay que utilizar el máximo autorizado. Además, la globalización del delito, convierte en delincuencia organizada lo que muchas veces no es más que coautoría, y la política desenfrenada de persecución penal de las drogas, iniciada años antes, amplía los tipos penales y eleva las penas hasta 20 años de prisión en esta materia, lo que ejerce presión para el aumento de la sanción en otras conductas ilícitas, y hace inalcanzable el que las personas condenadas por primera vez accedan a la suspensión condicional de la pena, la que mantiene el tope de tres años de prisión, para su procedencia.
Por otra parte, en la legislación procesal, se restringe el uso de algunas soluciones alternativas al juicio, pero se mantiene la amplitud del procedimiento abreviado, que permite una condena rápida por cualquier delito, y casi por el máximo de la pena (hasta un tercio menos, por aceptar el imputado que se le condene, sin juicio). A ello se une la creación del procedimiento en flagrancia, que igualmente facilita las condenas rápidas. Y, como si fuera poco, algunos fiscales y jueces se olvidan de que la prisión preventiva, que dura años algunas veces, no puede ser la regla sino la excepción, así como la detención debe serlo en relación con la citación, esta última completamente en desuso, pues también hay que permitir el espectáculo de la prensa, que a veces acentúa los sentimientos represivos de la población.
De tal modo, no es de extrañar que nuestras cárceles se hayan vuelto jaulas (por el poco espacio para cada recluso, y la imposibilidad de satisfacción de las mínimas necesidades de convivencia, y del cumplimiento de los fines de la pena) donde encerramos a los susceptibles de ser atrapados por el sistema penal, sin la esperanza de poder recuperar su libertad, en muchos casos. Pues, a diferencia del tango, 20 años sí es mucho, si se está en prisión, y en una jaula resulta una tortura, no digamos 50 años, que burla toda posibilidad de reintegración a la familia, al trabajo y a la sociedad.
Ante este derroche del encarcelamiento se impone actuar, como lo ha hecho la señora Ministra de Justicia, y algunos/as jueces/zas, utilizando los instrumentos jurídicos que les permiten disminuir el hacinamiento carcelario. Pero más que dejar salir a algunos reclusos de las cárceles, conviene que no entren, así que, para que no salgan, no los metamos tanto.
En tal sentido, la normativa penal y procesal deben transformarse. Las personas que delinquen (cualquiera podría caer en esta situación, dado el nivel de penalización existente) forman parte de la sociedad, la que debe buscar soluciones acordes con la dignidad humana, utilizando el derecho penal, y la pena de prisión, solo para las conductas que realmente la requieran, dentro de límites razonables. La sanción penal no es un fin en sí misma, y no puede convertirse en un castigo cruel y degradante, anulatoria del individuo social, sino que debe tratar de llenar las carencias individuales y sociales que han contribuido a la producción del delito, a fin de que este no se repita.
Así, estimo que no pueden existir penas sin esperanza, por lo que debe excluirse la prisión de 50 años. La sanción de reclusión, y su cumplimiento en un centro penal, no deben ser la norma, limitándose su uso a los casos donde una restricción menos severa de la libertad no sean aptos para para lograr la adecuación de la conducta a la ley. Las penas de los tipos penales deben adecuarse racionalmente, incluyendo las relativas a las drogas (cuya sanción tendrá que desaparecer eventualmente, y tratarse como un problema de salud) pues perdieron toda proporcionalidad, y contribuyen en gran parte al hacinamiento carcelario y a la injusticia del sistema. En el caso de la persona que delinque por primera vez, la aplicación de la pena de prisión, y su cumplimiento, deben ser excepcionalísimos, debiendo ampliarse la procedencia de la condena de ejecución condicional de la pena, y la de las soluciones alternativas. Y el empleo de la prisión preventiva debe recuperar su carácter de excepción, conforme con la ley.
Es esencial que exista una estructura de apoyo al condenado, en libertad, de modo que se minimice las posibilidades de reincidencia, pues el rechazo que nuestra sociedad hace, de quien ha estado en prisión, es la mejor forma de que vuelva a delinquir. Si queremos que obren bien (como dice Sor Juana Inés de la Cruz) no les neguemos, neciamente, las herramientas para ello.