POLÍTICA CRIMINAL: ¿QUIÉN DECIDE?
Política criminal: ¿Quién decide?
Cecilia Sánchez Romero
Confirmar que el hurto de cinco mil colones, según la información del diario La Nación del 5 de octubre en curso, le cuesta al país siete millones y que estos hechos son reiterados, no debe pasarnos inadvertido. El tipo de bienes que se sustrae, la condición económica de los autores, la forma en que se ha tipificado el delito y la negativa de los afectados a aceptar medidas distintas a la acusación penal, son una prueba irrefutable de la urgencia de construir una política criminal que, seriamente, con criterios científico sociales, respaldo estadístico, participación comunitaria, incluyente y democrática, pueda orientar el rumbo del tratamiento del tema de la conflictividad social en el país.
Es necesario ordenar y clarificar el debate sobre la política criminal. Hay que superar el plano de las emociones. Al calor de determinados hechos, se han producido criminalizaciones desproporcionadas, que no consideran, ni siquiera, si se cuenta con los recursos institucionales adecuados para atenderlas.
¿Cuánto le cuesta al país mantener los tribunales de flagrancias, que se han convertido en verdaderas fábricas de condenas por hechos de poca monta? ¿De dónde surge el respaldo a la afirmación de que enviar treinta días a la prisión a una persona, evita que vuelva a delinquir? ¿Cómo es que el Ministerio Público ha orientado su intervención en estos casos, en los que, de acuerdo con el artículo 22 del Código Procesal Penal bien puede prescindir de esta persecución millonaria?, ¿No es cierto que así solo se favorecen los intereses de empresas que, no han visto afectado su patrimonio, pues detectan a tiempo la amenaza?
El derecho penal se ha convertido por esta vía en un instrumento de protección exclusivo de los intereses de grandes corporaciones, sancionando la comisión de hechos que ni siquiera alcanzan su consumación y son de mínima lesividad, con la complicidad de los actores principales.
La interpretación normativa no puede apegarse al discurso positivista para concluir que “el hecho existió y está sancionado en una norma penal”. ¿Es que acaso no debe el juzgador echar mano a los principios inspiradores del Estado de derecho?. ¿No debe vincularse la aplicación de las disposiciones con la realidad para la cual rigen?
El juzgador no es más ya el autómata intérprete del contenido de la ley, “la boca de la ley”. Por el contrario, hoy más que nunca dispone de las mejores herramientas de la argumentación jurídica, para ubicar su interpretación en el contexto, aplicar métodos adecuados y cumplir una función de utilidad para la administración de justicia y para el país en general.
No es con el encierro carcelario, que satura el sistema penitenciario y amenaza con explotar, como se hace efectiva la aplicación de la ley.
Es necesario que nuestros juzgadores se formen en las enseñanzas de la interpretación jurídica, tomen conciencia del uso simbólico del derecho penal al que estamos sometidos, para que decidan, en un ejercicio obligado de respeto a la constitución y a los principios del derecho internacional de los derechos humanos, cumplir adecuadamente con su función.
Es además urgente dedicar tiempo al diagnóstico de problemas, diseño de soluciones, costos, coordinación con otros métodos de solución, distintos tipos de medidas (preventivas, disuasivas, reactivas etc.).
No debe perderse de vista el carácter multicausal del tema que nos convoca, cuyo abordaje requiere de respuestas integrales en todos los ámbitos del quehacer estatal, debe tomarse con seriedad y apostar sobre todo a la prevención.
Es lamentable confirmar, al menos en casi todos los países centroamericanos, que cada vez son cada vez más jóvenes las personas que ingresan a prisión, cuando debieran estar dedicadas al estudio o al trabajo digno.
El debate en esta materia debe ser transparente y su discusión debe producirse sobre sobre la base de soluciones propias de los métodos participativos. Solo el adecuado tratamiento de estos temas permitirá tener claridad en relación con sus objetivos, finalidades, estrategias, instrumentos y de esta forma quedará poco margen a la especulación y arbitrariedad.
Relacionar los problemas de la criminalidad con uno de los factores de mayor incidencia como lo es la inequidad social, la falta de oportunidades, el abandono estatal de las políticas sociales para atender solo las demandas del consumo y la protección de intereses de los poderosos, es un asunto que no ha formado parte de la preocupación de nuestros políticos. Se resuelve sobre la marcha, al calor de los sucesos del último momento, con discursos vacíos de contenido, que solo incluyen respuestas represivas, cuyos efectos no producen ningún efecto positivo.
Enfrentar el fenómeno criminal, mediante un proceso de construcción democrática, que incluya la conformación de una instancia coordinadora donde se elaboren las ideas que necesita el desarrollo de la política criminal, que sirva de puente entre la experiencia de los funcionarios, las concepciones políticas y el conocimiento de los especialistas, es una tarea impostergable.
Varios países de América Latina han iniciado este proceso de construcción, convencidos de que es la apuesta más racional para enfrentar los temas de la criminalidad, involucrando a todos los actores estatales vinculados, organizaciones de la sociedad civil, del sector académico, a la empresa privada, ya que ésta debe evitar cargar el Estado con procesos costosos por una parte y, por otra, ser partícipe de la creación de programas para facilitar el egreso penitenciario, brindando oportunidades laborales..
En tiempos de la tan proclamada austeridad, no tiene sentido que la mayor parte del presupuesto del Poder Judicial se invierta en resolver hechos que, además de escasa lesividad, no apuntan a la solución de los verdaderos problemas de la criminalidad en el país. No pueden ser las empresas privadas quienes marquen las decisiones de política criminal, mucho menos con métodos tan errados, cuando bien pueden someterse estos asuntos a otro tipo de medidas alternas que pueden cumplir una mejor función.
Es indispensable que el Estado costarricense asuma de inmediato su obligación de elaborar una política criminal que responda a los criterios que se han señalado, fortaleciendo en primer lugar la prevención del delito, ya no como discurso retórico vacío de contenido, sino a través de la toma de decisiones concretas de política pública.
En esa tarea, deberá promover una asociación con los gobiernos locales, las organizaciones de la sociedad civil, la academia, la población en general, a fin de lograr una calidad de vida, acorde con los más elementales presupuestos del desarrollo humano.